A medio camino leyendo de infamias
- Carlos Mario Mejía Suárez
- May 7, 2016
- 3 min read
En estos momentos leo Tríptico de la infamia, novela de Pablo Montoya (2014) y ganadora del premio Rómulo Gallegos en 2015, y me encuentro a punto de terminar la segunda parte de las tres "viñetas" de pintores que el autor despliega ante el lector para explorar las memorias (perdidas y recobradas de sus formas de latencia) de los contactos entre América y Europa durante la conquista... y las tensiones religiosas que subyacían, así como las desigualdades brutales que mancharon las relaciones entre civilizaciones.
La lectura de esta novela es un fluido de acciones que se impactan en el recuerdo por la intensidad de lo ocurrido, pero que se deslizan hacia el olvido en sus personajes debido al abismo de destrucción que rodea su producción pictórica.
Montoya ha logrado una de las novelas mejor logradas que he leído entre los escritores colombianos contemporáneos. Su narrativa histórica es provocativa porque el detalle de la Florida de los primeros colonizadores franceses y españoles, y de la París de la masacre hugonote, se balancean con reflexiones personales y momentos de focalización en los cuales los personajes se preguntan por la posibilidad del recuerdo mismo.
Los epígrafes escogidos de Augusto Roa Bastos, Reinaldo Arenas y Pablo Neruda son concisos y precisos para enmarcar el tipo de preguntas que motiva el recuerdo de las crueldades sobre las cuales se construye nuestro recuerdo, desde la modernidad hacia el pasado de los imperios. Es la tradición del desamparo a la que se refiere con la cita de Arenas... de individuos que se abren a las posibilidades de nuevas formas de religiosidad y nuevas perspectivas culturales; pero cuya curiosidad y apertura se convierte en una herida que sangró y marcó sus cuerpos... una herida que continuaría sangrando en el recuerdo y que, en cierta forma, el lector mismo siente sangrar en la tinta negra de la página.
Y si pensamos en los diálogos de paz y en el papel de las víctimas, en la importancia de la memoria, de dar justicia a los crímenes y reparar los daños comunitarios, esta novela, desde su distancia histórica, ofrece el tipo de preguntas que nos debemos hacer para seguir adelante. "Yo tengo mi propia memoria", dice Dubois en la novela -el segundo de los pintores - "pero ella es precaria porque es individual y está empañada por el dolor." (167) Y luego contrapone esta posición suya con la del escritor Goulart que se propone reunir y escribir los testimonios de las víctimas de la masacre. En este segmento Montoya pone en primer plano de su relato la tensión entre la función del arte como mecanismos de denuncia basado en la memoria (Goulart) y el arte cuya "única batalla . . . es aquella que muestra al hombre su propia locura y su desesperación, y que toda victoria en estos campos es engañosa" (167). La tensión entre la resolución y la precariedad de toda aparente solución.
Montoya y yo somos barramejos y quizás, como yo, para él aún haya recuerdos precarios e individuales de los días de violencia en el puerto petrolero colombiano. Y quizás, como a mí, no le haya tocado directamente guardar marca en el cuerpo de lo que el conflicto armado dejó allí. Es el recuerdo precario del miedo... que luego se ve en otros, que nos impacta los sentidos por su intensidad y que luego luchamos porque no se deslicen al olvido sin dejar rastros que nos puedan significar algo: como la raíz de nuestro vagar por el mundo.
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